<"DOCTYPE html PUBLIC "-//W3C//DTD XHTML 1.0 Strict//EN" "http://www.w3.org/TR/xhtml1/DTD/xhtml1-strict.dtd"> Sin Imprenta: Testigo Por Patricio Zaina

11/08/2004

Testigo Por Patricio Zaina

Para que vean el proceso creativo, ¿recuerdan el comentado post de Patricio Zaina?.
El autor me envió la versión editada para Blog.

En todo caso una cosa yo si creo, cuando uno lee algo tiene que precindir del autor. El autor debe morir.
Interesante eso si, ver lo indispensable de las palabras. No creo bajo ningún motivo que sean el mismo texto. Agradecimiento especial a Don Manaba, gran amigo con paciencia para la ignorancia ajena.
Siempre retractándose.

La Gerencia
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El calor reventaba las mazorcas de cacao al igual que el agua hirviendo a los granos de arroz. En la planta alta de una casa de madera y ladrillo, ubicada en las calles Los Ríos y Azuay, Lisímaco López percibía el aroma que emanaba del tendido donde sus empleados secaban las pepas de oro.

Don Maco, cómo le llamaban sus conocidos, era natural de Pedernales y un perfecto representante del montubio manabita: Varón de aguardiente y machete. Degustaba permanentemente licor macerado de caña y cacao, del cual se jactaba ser creador. Implacable hasta con su destino: había decidido en su adolescencia, mirando las perfectas olas que reventaban en la playa de su pueblo, que saldría de allí y no volvería hasta ser el hombre más rico de toda la provincia.

Consiguió su propósito al desposar a Doña Clotilde García, hija de uno de los hacendados cacaoteros más influyentes, de los que aún quedaban en la década del sesenta. La conquistó con sus ojos del color del brote tierno de palma, la testa rubia cómo penacho de maíz, el trato de caballero colonial que le dispensaba y el férreo carácter que demostró en su largo noviazgo con la hija única de Cayo Edmigio García Yerovi.

Gracias a su conocimiento del agro y su habilidad con los negocios pudo llegar a comerciar con Don Cayo los quintales de cacao que compraba, a precio de rechazo, a los campesinos de Calceta, Chone y Sucre. Amasó suficiente capital como para vivir modestamente en Guayaquil y contar con los trajes de mejor factura de toda la costa ecuatoriana, ya que descubrió que la ostentación era la mejor forma para lograr su objetivo. Malvivía para aparentar riqueza y ser un yerno digno de Don Cayo; apenas se mantenía a pan y agua para procurarse un presente diario para la entonces señorita Clotilde.



En la comedia de petición de mano expuso su ferviente deseo de viajar al exterior una vez cumplidas las nupcias, cosa que rechazó tajantemente Don Cayo, hombre tan duro como Maco, quién secretamente vivía para su hija sin mostrarlo. En lugar de sangre corría por sus venas las lágrimas que nunca derramó cuando murió su amada esposa. Todo ese fervor lo volcó a su infanta y ahora no concebía que un campesino con plata la aleje de su lado.

Movida tan magistral cómo maquiavélica: buscaba un dote mayúsculo para justificar su permanencia en la ciudad. Lo consiguió con creces cuando el desesperado padre, al ver que su hija se secaba lentamente de amor por el bellaco rechazado, le entregó 100 hectáreas en plena producción, una casa en General Villamil y una pequeña mansión a lado del Fortín (en las Peñas); además de otorgarle la gerencia de su depósito de cacao.



Pasaban los años y su ambición aumentaba al igual que su tamaño. Tan déspota llegó a ser que sus empleados le otorgaron el mote de “Jabalí dictador”.



La alegría que le ocasionó la muerte de su suegro fue fugaz porque, contrario a lo que había planificado, los bienes pasaron a manos de la señora Clotilde. Ahora no solo la despreciaba porque había perdido su figura y lozanía, ni porque atormentaba su vida con el lamento de no haber concebido -cosa que él había evitado con una receta comprada a un Tsáchila en Santo Domingo-; además le había arrebatado lo que consideraba suyo. Tenía que recuperarlo, al precio que él consideraba justo: la vida de la usurpadora.

Planificó muy bien la forma en que se libraría de ella: Un veneno imperceptible, la complicidad de sus matones para cortar el cuerpo en trozos pequeños y la ayuda de los habitantes del chiquero que se encontraba en el patio trasero de la vetusta construcción que albergaba las oficinas del depósito de cacao.


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Observaba con morbo cómo los cerdos devoraban los pedazos de su esposa. Recordaba la escena que hizo, unas horas antes, a su amigo el Gobernador para que ayude a encontrar a su amada ¡Nunca buscarían dentro del estiércol de los chanchos!. ¿Qué podría salir mal ahora? Incluso había dejado el anillo de bodas en su dedo para que se pierda entre los detritos del inmundo corral. Había escuchado, en el campo, que el estómago de esos animales es capaz de derretir hasta las joyas… y confiaba en ello.

Su mirada se transformó, el rostro desfigurado empezó a rotar cómo en cámara lenta, sus fauces se abrieron enormes y empezaron a ordenar:

¡AGARRA AL MALDITO GATO, NEGRO HIJUEPÚTA!

El felino que protegía el depósito de la voracidad de las ratas, aquel al que estaba vedada ración alguna (para que dedique su vida a erradicar a los roedores), había aprovechado un descuido de los marranos y había hurtado el dedo anular, emprendiendo enseguida rauda fuga. Tanto “el negro” cómo “el cholo” no pudieron reaccionar a la velocidad de “Lucifer”.

Corrió por el patio, trepó por la barda, llegó hasta la planta alta y por la ventana del baño entró a las oficinas. Los tres hombres no supieron más que subir por las escaleras para cortarle el paso hacia la calle. Cuando llegaron estaba mordisqueando el apéndice debajo del escritorio del asesino.

¿Dónde está?

¡Por allí! Mira… ¡El dedo!

El Cholo se lanzó, torpemente, sobre el animal; haciendo que este huya nuevamente con su pequeño tesoro y llegue al pequeño balcón que daba a la calle.

El Negro fue mucho más inteligente: sacó un poco de pollo del sobrante del almuerzo que guardaba en su lonchera y lo ofreció al gato a cambio de su improvisado manjar. Éste aceptó, pero con tan mala suerte que, al soltarlo, el dedo resbaló por la baranda y cayó en piso de tablones, al amparo de los enseres. Rodaba como si latiese aún vida en él, manos completas hurgaban ávidas las esquinas y debajo de los muebles. El anular parecía disfrutar de la cacería.

La puerta se abrió de golpe. Una figura enorme y cuadrada emitió un gruñido de jabalí:

TIENEN QUE ENCONTRARLO ¡ES EL ÚNICO QUE ME PUEDE ACUSAR!.

Pero el dedo seguía su derrotero, senda invisible hacia un gran hoyo en el piso, por donde cayó. Un soplo gélido inundó la habitación.

En ese preciso momento llegaba a los bajos del depósito el Teniente Mario Yerovi, Oficial condecorado de la policía que había solicitado se le asigne la búsqueda de Clotilde, su tía que lo había mimado cual hijo en ausencia de uno propio. No era un policía honrado, pero sí un ser profundamente comprometido con la familia. Llegaba a calmar la pena de su tío y a asegurar que movería cielo y tierra para encontrar a su amada tía; pero los gritos de un grupo de niños borraron de su mente el discurso que iba a darle.

El dedo se había precipitado por el agujero que estaba sobre la tienda del Chino Chang, justo encima de los futbolines que alquilaba a los estudiantes del Mercantil, que a esa hora jugaban un par de “partidos” antes de retornar a sus hogares.

El teniente llegó al lugar rodeado de estudiantes que balbuceaban algo sobre el demonio. Antes que pudiese acercarse lo suficiente al futbolín, para observar mejor el trozo de carne, el pañuelo de Maco cubrió los restos. Luego con su mano formó un bulto y lo guardó en la solapa de su saco.

Tío, por favor entrégueme eso.

No te metas en lo que no te incumbe, mocoso.

Si no me lo entrega tendré que obligarlo

¡A mi no me obliga, ni la puta de tu madre!

Una detonación precedió al golpe seco del oficial contra el suelo, quien había muerto en el acto con un agujero en la frente. Maco seguía siendo ágil cómo cuando capturaba peces con anclilla en su niñez, solo que ahora lo era con una Smith & Wesson calibre 38. Todos corrieron, incluso sus secuaces. Maco abordó su auto y aceleró a fondo para escapar de la patrulla que había llevado a Mario, donde habían estado dos policías aguardándolo –por su propia orden- a que termine de consolar a su tío, que no había cuidado, que ese era su barrio.

Antes de subir a su auto disparó varias veces contra la patrulla, hiriendo a uno de los ocupantes. El otro tomó el volante. En aproximadamente media hora el Mustang llegaba a la vía a Daule, con mucha ventaja sobre sus perseguidores. La adrenalina empezaba a ser metabolizada y su cerebro comenzaba a funcionar:

¿Qué he hecho?
¡Malditos huevos!
¡Maldito monte!

No puedo culpar a nada más. Un camión salía de una fábrica de aceites y él no tuvo espacio para esquivarlo en esa vía tan angosta. Terminó forrado de hierros y cuero. Lograron sacarlo dos horas después y falleció luego de una larga agonía debido al derrame interno causado por el trauma en el abdomen que sufrió al estrellarse contra el volante.

En el bolsillo de su saco encontraron un dedo. Al examinar la alianza descubrieron que el nombre en su interior se había borrado por completo.

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