<"DOCTYPE html PUBLIC "-//W3C//DTD XHTML 1.0 Strict//EN" "http://www.w3.org/TR/xhtml1/DTD/xhtml1-strict.dtd"> Sin Imprenta: Los exploradores (escrito por Don Baucis*)

10/08/2004

Los exploradores (escrito por Don Baucis*)

Sólo la noticia de su muerte revivió el recuerdo de Julia Orlando. Luego del entierro, apenas escampó y estuve seguro que no me encontraría con nadie, volví a la finca en que se asiló y no había cambiado en cuarenta años. Abatido por su ausencia, me quedé en la entrada para no encontrar intactos los cercos de árboles, la maleza tupida, el terreno fangoso y la casa que nunca vi de cerca. La casa en que vivió es decrépita y el jardín recóndito ya en mis primeros recuerdos; los desvalijadores de barrios pobres se decepcionaron, porque dentro dieron sólo con pertenencias más miserables que las propias. Después los niños convirtieron el jardín salvaje de la Orlando en terreno de juegos; como lo hicimos nosotros, sólo que amenazados por quien nunca se dio a conocer ni dejó que nos acercáramos. Ese espacio abandonado no sería el campo de nuestras exploraciones al acecho sigiloso de su mirada; jinete admirable, disparando cerca y fallando a propósito, todo porque sí, como si esperara que llegáramos para que ella pudiera hacer lo único que quiso en vida: guardar un secreto.

La enterramos sin ceremonias en el Cementerio General, ante un juez gris que se guardaba de la lluvia con un periódico abierto sobre la cabeza y los sepultureros que se rompían la espalda echando tierra al pozo de lodo, dentro del que había desaparecido el cofre marrón que le compré. Vi todo desde el arco del portal del cementerio, mojándome porque la estructura no me protegía de la lluvia lateral. Regresé a la tienda poco después que el juez volviera a su despacho y los sepultureros se cansaran de apisonar suelo falso. Llovía menos, pero la cuneta sobre la que emprendí el camino de regreso ya estaba enfangada. El fango me recuerda a Julia. Esa tarde en la tienda se habló de ella a través del espejo de la muerte. Es verdad que no le interesó la proximidad del mundo y prefirió lo contrario; sembró árboles en sus terrenos escabrosos, recanalizó el río para empantanar las tierras y dio libertad a la maleza para que copara espacios y devorase en silencio.

A nadie le importó confirmar los motivos que tuvo Julia Orlando para aislarse. Junto a sus capataces montaba guardia a toda hora en busca de merodeadores a quienes hacía disparos de advertencia. No recuerdo que entre nosotros haya habido alguien que llegara a las inmediaciones de la casa, el miedo impuso distancias, cualquier intento de internarse paraba en seco con un balazo que moría apagado en el fango a nuestros pies. Nos contentábamos con pasar la noche en los lugares que conocíamos mejor y en los que aprendimos a ocultarnos para ver a Julia y sus hombres buscarnos como si no supieran dónde estábamos. Cuando corrió la noticia que ahí no había nada para robar y los últimos exploradores de su solar crecieron, fue como si Julia no hubiese existido.

Dejé de frecuentar sus predios cuando empecé a trabajar en la tienda. Me contaron que las pocas veces que aparecía, no la acompañaban cinco jinetes con fusiles como de joven comprobé, sino un peón viejo armado de cuchillo y cayado, ambos acechando las sombras que faltaban entre la maleza y la hiedra parásita de nuestros escondites. Desde que se quedó sola en la finca no salió a hacer la ronda por su cuenta y riesgo. En general salía poco. Sobrevivía cazando aves migratorias, comiendo verde o maíz tostado; hubo quien le adjudicó un protector urgido de culpa que le enviaba una pensión; otros decían que su suerte era sobrenatural. Nadie se atrevía a darla por muerta. Era de las personas que se estancan en una edad y la aparentan el resto de sus vidas. No se presentaba seis meses o dos años y cuando menos, aparecía de ninguna parte con dinero corriente en la tienda de abarrotes y se llevaba provisiones de harina, cereales y conservas para decenas de personas. Yo la ayudaba a embarcar todo en una carreta jalada por una yegua, también sin edad. Julia tomaba el camino hacia el este y seguía penosamente a campo traviesa hasta que la tragaba la espesura de la vegetación de su finca. No me daba cuenta del tiempo transcurrido, ni que la tienda se llenaba de artículos importados, que empedraron la calle y que luego la asfaltaron, que ya no vendía tantas velas ni lámparas de aceite, salvo cuando llegaba Julia y me pedía artículos que salieron del mercado. Nunca hablamos, pero así nos hicimos amigos auténticos, aunque sólo mientras revisaba el pedido, lo actualizaba de cualquier manera y subía todo a la carreta.

Cierto mediodía de domingo con poco movimiento, la escuché llegar cuando el motor del interprovincial se opacó a la distancia y la carretera se sumió en una pausa. A la distancia, la luz plana y potente la convirtió en un espejismo de la capa asfáltica. Montaba rígida e inexpresiva sobre el asiento de la carreta; la sequedad de su gesto se transmitía al compás monótono de su yegua. Los del pueblo eran demasiado jóvenes como para saber algo de ella o recordar las historias con las que crecí. Julia sostenía las riendas por fuerza de costumbre; hebras libres de cabello ceniciento le caían sobre ojos, sólo dejaban ver un poco del mentón pálido. Despaché aprisa el cliente que estaba atendiendo, era el único ese momento, de modo que me quedé solo en la tienda. Esperaba cada llegada de Julia, pero también me indisponían; una mirada suya, la revisión de los los enceres, cargar la carreta mientras ella contaba los billetes nuevos con los que me pagaba y escucharla agradecerme cuando fustigaba a su yegua con un golpe de rienda para partir, era enfrentarme al misterio que nos guardaba de la muerte y estaba prisionero y estancado en su finca impenetrable.

La yegua se detuvo –conocía el camino de memoria– pasé un limpión sobre el mostrador y me acodé a esperar; en medio de ese recogimiento y en contraste con el calor del mediodía, escuché que el motor de las congeladoras arrancó y que el aire acondicionado soltaba gas frío. Julia Orlando, sin mirar a otro lado que no sea el punto invisible entre sus pies y la grupa de su yegua, suspiró como si hubiese encontrado algo. No bajaba; ya había tenido que ayudarla a descender de su asiento o a sostener la puerta abierta desde que la edad la volvió lenta y débil. Antes de acercarme, tras la puerta del local cambié de opinión. Aun cuando era temprano, di vuelta al rótulo de cerrado y giré la perilla para echar seguro. No quería salir hasta que refrescara, menos a esa realidad sin secretos que la yegua memoriosa olfateaba intranquila.


Don Baucis amigo de este blog (segundo texto posteado es de el) y mio, nunca comenta y creo que nunca lee (aunque me jura que si) , en todo caso es un buen lector disfruten mucho de su texto inspirado en mi queridisima abuela (aunque no es mi abuela eh!) .

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